miércoles, 10 de diciembre de 2008

ALGO SOBRE LA NAVIDAD

El 25 de diciembre del año 800 de la era cristiana, fue ungido por el Papa León III en Roma como Emperador de toda la Cristiandad occidental, el rey de los francos, Carlomagno. La elección de la fecha revestía una carga simbólica excepcional y por lo tanto, no fue casual. Para ese momento, era ya la data convenida para la celebración del nacimiento de Cristo. La proclamación cumplía un doble propósito: Por un lado, reforzar la autoridad del Papa ante sus adversarios, propios y extraños (los bizantinos y los musulmanes), y, por otro, el afianzamiento de la unidad geopolítica de la cristiandad a través del reconocimiento del poder de la continuidad imperial romana a través de Carlomagno por parte de la autoridad espiritual: el establecimiento del futuro Sacro Imperio Romano-Germánico. El nacimiento de Cristo y la coronación de Carlomagno dan cuenta, de ese modo, de la instauración de la voluntad del poder celestial en la tierra.
Sobre la fecha del nacimiento de Cristo, hubo controversia hasta entrado el siglo V. Los cristianos de los primeros cuatro siglos, si lo celebraban, lo hacían entre los meses de marzo y mayo, que acorde a la descripción evangélica, son meses de mayor pastoreo en la región. Otros cristianos, según testimonios de la época, ni siquiera lo conmemoraban. En todo caso, la celebración de la Pascua -en la primavera y el momento de la pasión y crucifixión del Mesías- siempre revistió mayor importancia. Fue con el emperador Constantino que al autorizar el culto cristiano y después del Concilio de Nicea en el 325, se fue perfilando el 25 de diciembre como fecha para tal celebración, más asociada ésta al culto solar romano, con fuertes raíces sincréticas entre el dios Mitra persa e hindú y el dios Helios entre los griegos, ambas deidades asociadas al sol y su movimiento estacional. Se atribuye más a Constantino la elección de la fecha en que se celebraba el nacimiento del sol dada su preferencia por tales deidades.

Qué tenemos con todo lo anterior. El tiempo histórico, a diferencia del tiempo físico donde las duraciones son medibles con exactitud, es un devenir que está compuesto de múltiples capas, mantos, estratos que se juntan, se superponen, se sedimentan unos a otros y unos con otros, conformando así un amasijo enorme y complejo –hago uso de este término en su acepción primigenia, complexus, del latín: con pliegues-, muy confuso, revuelto y muchas veces hasta indescifrable, de tal manera que, de lo que nos llega al presente, mucho ha sido extraviado en la noche de los tiempos.

Cada momento presente nuestro, está hecho de, y hay en él, muchos pasados, que en su momento han sido presentes. Y, a su vez, cada presente será un futuro-pasado en el tiempo histórico, respectivamente. La tradición, -del latín traditio-, es entrega, rendición (de ahí su parentesco con traición), transmisión, enseñanza; y está hecha, estructurada de esta complejidad del tiempo histórico. Ritos, rituales, mitos, símbolos, lenguajes, cosmovisiones, costumbres, instituciones (por mencionar algunos elementos), se conforman mediante una constante reinterpretación, reificación y refuncionalización de las culturas por parte de los actores sociales a través del devenir del tiempo.

La conmemoración de la Navidad, como lo hemos planteado al principio, es un ejemplo de cómo la tradición es utilizada por el poder, independientemente de su naturaleza: sea sobre las almas, sea sobre la materialidad de esas almas, sobre lo sagrado o lo profano, lo celestial o lo terrenal.

De cómo la tradición, en este caso de la Navidad, ocurre bajo las condiciones del capitalismo contemporáneo, los parámetros de la cultura de masas, del consumo dirigido; su sentido comercial y sus secuelas, no sólo económicas sino también sociológicas y psicológicas de esta distinción del festejo (la cena, los regalos, etcétera, y la felicidad o la infelicidad de sobrevivirla), es otra historia.

Que tengan unas felices y placenteras vacaciones, hasta donde se los permita el espíritu navideño.
Norberto Zúñiga Mendoza