martes, 3 de febrero de 2009

LO QUE NOS QUEDA

En ésas pláticas sostenidas por un servidor con mi compañero de trabajo en la DGEST, el ínclito profesor Margarito Felipe (en la foto con su bolsa de herramientas metodológicas, junto a un servidor), en donde deliberamos acerca de cómo arreglar este mundo, en más de una ocasión nos hemos referido al problema del acto ético y sus implicaciones actuales.

Lo anterior está relacionado con la condición de crisis permanente en que hemos vivido, por lo menos, los últimos 25 años en la economía internacional y por supuesto, con sus repercusiones a la mexicana: Constantes devaluaciones monetarias, alzas de precios, rescates financieros, caídas del empleo, pérdidas del poder adquisitivo, rescates a proyectos fallidos estatales y particulares, pactos de solidaridad, alianzas y reformas de cualquier índole, entre otros.

Tal condición nos ha sumido socialmente y –psicológicamente– en un persistente escenario de incertidumbre en todos los ámbitos de nuestras vidas. El no tener seguridad plena sobre lo que ocurrirá mañana y como podrá ser enfrentado y cómo subsistirlo provoca un especial interés sobre el obtener el mayor provecho potencial de cualquier situación en el presente; el tener, el poseer ahora la mayor cantidad de bienes materiales posibles sin importar el cómo, el medio o por la vía más fácil, pronta, instantánea, mediante el engaño, el timo, la mentira, se ha vuelto un lugar y caso comunes en nuestras sociedades contemporáneas.

Esto se da no sólo a través de lo que jurídicamente entendemos como enriquecimiento ilícito: el robo, el asalto, el fraude, la estafa, etcétera. También ocurre, desde mi perspectiva, por vías supuestamente legales. Por ejemplo, cuando se acude a algún profesional, sea médico, arquitecto, dentista, abogado, contador (espero no herir susceptibilidades); donde no somos vistos por éstos como pacientes o consultantes, que acudimos a ellos debido a la honorabilidad de su conocimiento —por eso les retribuimos con honorarios, ya que desde la Edad Media, al igual que el sacerdocio, son actividades consideradas honorables. Se profesa honradez, virtud, honestidad, al igual que la fe, sobre Dios y lo humano, y de ahí lo de profesión y lo de profesional— y por ello, debemos resueltamente creer en ellos. Por desgracia esta creencia es constantemente defraudada. Y aquí asumo la responsabilidad que nos toque al gremio de historiadores por seguir promoviendo mentiras disfrazadas de verdades. La puntitis académica es como aquella ave rebelde imposible de domesticar de la ópera Carmen. Es posible que por amor, se sea capaz de cualquier cosa.

Pero, por desgracia, también ocurre lo mismo con el mecánico, el zapatero, el plomero, el del gas, el carpintero, con ciertos servidores públicos, por mencionar algunos, con el debido respeto que merecen y salvo honrosas excepciones, que supongo deben existir. De pronto da la impresión de que nos han vuelto una sociedad de miserables, en donde nadie puede realizar un acto mínimo sin recibir necesariamente algo a cambio: “para el chesco” o “cualquier moneda que no afecte su bolsillo”. Quién de nosotros acude con plena confianza a alguno de ellos, sea profesional, oficiante o burócrata.

Ante esto, lo que nos queda, es que al menos los profesionales de la educación seamos más conscientes del acto ético que implica nuestra actividad: la búsqueda de la verdad y la promoción de los valores universales que mejoren, perfeccionen y estimulen el entendimiento y el espíritu humanos y no intentemos burlar, engañar y defraudar a la sociedad con la honorabilidad que implica el conocimiento.

Norberto Zúñiga Mendoza

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